En aquel tiempo, la gente preguntó a Juan:
-- ¿Entonces, qué hacemos?
Él contestó:
-- El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo.
Vinieron también a bautizarse unos publicanos, y le preguntaron:
-- Maestro, ¿qué hacemos nosotros?
Él les contestó:
-- No exijáis más de lo establecido.
Unos militares le preguntaron:
-- ¿Qué hacemos nosotros?
Él les contestó:
-- No hagáis extorsión a nadie, ni os aprovechéis con denuncias, sino contentaos con la paga.
El pueblo estaba en expectación y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dijo a todos:
-- Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará con Espíritu Santo y fuego: tiene en la mano la horca para aventar la parva y reunir el trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga.
Añadiendo otras muchas cosas exhortaba al pueblo y les anunciaba la Buena Noticia.
La lectura del evangelio de hoy es algo curiosa. Parece como si un grupo de niñitos buenos se dirigieran a su maestra diciendo: y ahora ¿qué hacemos?. Como si estuvieran inmersos en una maraña de actividades y como si nunca hubieran roto un plato.
Es decir, que a mí esto me suena a un “qué hacemos” en el sentido ¿y ahora que toca? y un “qué hacemos” en un sentido ético: ¿qué debemos hacer?
¡Cuántas veces me pregunto “y esto ¿para qué lo hago?”! ¡Cuántas veces miro en la agenda para responder “y luego ¿que toca hacer?”!
Sin duda alguna no podemos vivir sin los “quehaceres” cotidianos, pero sí le podemos prestar mucha atención al ¿por qué lo hacemos?
¿Por qué lo haces? Piénsalo. ¿Qué razones aparecen en el trasfondo de tu agenda? ¿Qué hay detrás de cada actividad?
Imagina un desfiladero profundo. Un camino más bien agreste. Mucho verde, rocas, árboles. Al fondo se oye el agua de un río que corre. Y a medida que avanzas kilómetros por ese sendero, que a veces baja y luego vuelve a subir, en algún momento el agua está cerca, a la vista, casi puedes tocarla. Otras veces desaparece y sólo se oye como un rumor o un murmullo. Pero está ahí. Y tú en el camino a veces te sientes cansado, y otras lleno de energía. Tal vez has parado a recuperar fuerzas. Ahora vas hablando con tus gentes, o cantando, y luego hay silencio. Hoy hay sol, y tal vez mañana habrá tormenta. Pero el murmullo del torrente, el agua que corre está ahí.
Si un día, al despertar,
veis que en los brazos
os han crecido ramas,
que minúsculas hojas como estrellas
brotan de vuestros dedos,
y que la piel os cubre lentamente
de un musgo serenísimo.
Si no podéis andar, porque una hermosa
maraña de raíces
nace de vuestros pies y os encadena
buscando entre la tierra las ocultas
respuestas a la sed,
el ciego origen
de la piedra y el agua.
Si el viento es algo más que una llamada
batiendo los cristales,
y se acerca a vosotros y os acuna
con antiguas canciones,
desvelando a los pájaros lejanos
que os arden en el pecho.
Si el río es un vecino venerable
y su voz os alienta y acompaña
en las tardes oscuras,
y alumbra vuestros ojos describiendo
sus remotas andanzas,
el clamor de sus huellas imposibles...
No temáis, el milagro
se ha hecho luz vegetal, fructificada
promesa en vuestra sangre:
Árboles sois, anclados universos,
esperanza de humanas primaveras,
prisioneros y libres. No os preocupe
la especie ni la forma:
es igual ser ciprés, nogal, olivo,
araucaria o enebro. Lo que importa
es disponer de sombra y ofrecerla
a todo caminante,
vigilar en silencio los cruceros,
y aguantar la llegada de quien quiera
grabar en vuestro tronco
unas pobres palabras de tristeza,
un radiante dibujo de alegría
o una fecha de amor entre iniciales.
Antonio Porpetta,
Los siglos violados (1985)
Tomado de la página: http://www.pastoralsj.org/docs/alegria2.asp
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