Una enorme caja de madera esperaba en la estación de ferrocarril, hasta que fue transportadaal vagón correspondiente. Dentro de ella había un montón de objetos: globos, tizas, medicamentos, fregonas y escobas, bebidas alcohólicas, tabaco, instrumentos musicales, un saxofón, dos trompetas, una guitarra y, en una pequeña caja alargada, una batuta propiedad del director de la banda musical.
¿Qué destino podía tener esa misteriosa caja con tantos utensilios? No era otro que el de un
pequeño pueblo perdido en las montañas y que, sobre todo en invierno, quedaba frecuentemente aislado durante varias semanas. En esas ocasiones la Alcaldesa solicitaba los elementos necesarios para la vida del pueblo en los siguientes meses.
Además se acercaban las fiestas en honor de la Virgen María y todo tenía que estar dispuesto con antelación. Así que -como os cuento- desde la capital de la región enviaron todo lo necesario en aquella caja que transportaba el tren.
Nuestros amigos, los objetos, llegaron a escuchar en la estación de ferrocarril que iban a un
pueblo de la montaña. Seguían intranquilos, deseosos de conocer cómo sería el lugar y las
personas del pueblecito aquel. Fregona estaba un poco mareada porque los cigarrillos estaban de fiesta y habían invitado a una botella de coñac. Las cometas saltaban de alegría porque desde un hueco de la caja de madera se veía la ventanilla y alcanzaba a divisarse el paisaje verde y frondoso. Corría el viento, arremolinando las copas de los árboles: ¡Cuántas piruetas fantásticas -pensaban- podrían realizar por las nubes! Los medicamentos eran muy serios. Decían que no podían agitarse ni moverse y que, de seguir subiendo la temperatura, avisarían al revisor para cambiarse a un lugar más fresco.
En el centro del cajón se apreciaban unas bolsas grandes que contenían unos seres extraordinariamente bellos por sus mil colores. Eran los globos. Encima de las bolsas se podía leer: "Para las fiestas del pueblo". ¡Qué contento estaba el señor globo rojo! Pensaba que la gente del pueblo ya les estarían esperando, sobre todo los niños.
Las banderitas de colores que representaban a muchos países del mundo, por su parte, también esperaban el momento de lucir sus dibujos por todos los rincones de las calles y de la plaza principal.
Más adentro, en el fondo de la caja, estaban los utensilios pedidos por los maestros y maestras del pueblo para la escuela. Estaban algunos mapas, un esqueleto de madera (muy divertido, porque chiscaba con sus dientes mondos y guiñaba el hueco del ojo a las balletas que, por momentos, se sonrojaban y reían sin parar), unos libros de lengua, de física y química, de filosofía, de dibujo, de religión y de matemáticas. Correteaban por
aquellas profundidades unos lapiceros, perseguidos por las gomas de borrar, y un sacapuntas enfadadizo miraba, sentado sobre un diccionario de latín y con cara de "...ya te pillaré", a un lapicero apenas sin punta para escribir. Unas tizas, muy blancas y muy limpias, permanecían ordenaditas, silenciosas y sonrientes, detrás de unas planchas de corcho que servirían de carteleras en los pasillos del colegio.
Todos los objetos, en fin, se movían al ritmo del traqueteo del tren y se preparaban para interpretar la última melodía ensayada, una especie de vals. Los globos no podían remediarlo: eran un poco chulos. Con mucho disimulo, andaban diciendo a todos que el tren en que viajaban tenía como misión central la de transportarles a ellos para dar luz y colorido en las fiestas del pueblo; que no fueran a creer los demás que eran ni la mitad de importantes que ellos. Esos comentarios no cayeron bien entre los más agudos del grupo.
Así, los libros (que sabían un rato...) respondieron que hablaran tras conocer un poco mejor la realidad: el mundo era algo más que globos. Todos se mostraron de acuerdo con el libro de filosofía y aplaudieron a rabiar. La señora globo azul estaba que estallaba.
Menos mal que la batuta (con tanta experiencia en esos asuntos del desafine) puso un poco de orden. Dijo un montón de cosas interesantes -que ahora no sabría repetiros- y sólo se oyó un pequeño rumor en el fondo del cajón: eran las tizas; decían que es bonito hacer las cosas sin pedir nada a cambio.
El viaje, como podéis comprobar, pasó rápido y divertido. No faltaron mareos. La fregona y el cubo tuvieron que actuar, ¡y eso que el trabajo -les habían dicho- no comenzaría hasta llegar a su destino! Llegados a la estación del pueblo, primero bajaron tres señoras muy gordas, un matrimonio muy joven con cuatro niños pequeños y dos chicas, inmigrantes de Marruecos, que trabajaban en un banco del pueblo.
Allí estaban esperando el niño Teodoro y Juan, el secretario del Ayuntamiento, quien comprobaría si estaba en orden el pedido realizado por la alcaldesa. ¡Y bien que lo revisó todo! Sólo faltaban algunas cajas de aspirinas del botiquín. Creo que los cigarillos y la botella de coñac tenían algo que ver con el asunto... Terminó colocando todo en el furgón y se dedicó a repartirlo aquella misma mañana de mayo. Hacía un sol espléndido y en los charcos de la pasada lluvia de la noche se perdía el reflejo ondulante del vehículo del ayuntamiento.
Todos los objetos de utilidad para el pueblo a las pocas horas ya se encontraban en su destino para hacer más agradable la vida de sus habitantes. ¡Teníais que haber visto a todos
hacer aquello que les correspondía, del mejor modo que sabían!
Y, por fin, llegaron las fiestas del pueblo. El ambiente relucía con aplausos, sonrisas, abrazos y comidas en familia. Las banderitas de naciones ya anunciaban desde hace días los acontecimientos de la localidad. Después de la misa del domingo, en honor de María, la alcaldesa dijo unas palabras pidiendo a todos que escucharan con atención. Subrayó que no todos los habitantes de la tierra tenían la suerte que ellos; que muchos hogares, incluso no muy lejos, estaban en guerra; que morían o malvivían; y que en el pueblo se disfrutaba paz en abundancia. Por eso deseaba que todos pidieran al Señor de la vida y de la paz que les enseñara a respetarse y a vivir en fraternidad. Hubo unos minutos de silencio y... ¿a que no
imagináis quiénes aparecieron entonces? ¡Los globos! Estaban espléndidos. Inflados con gas hasta el límite, no podían ni hablar, pero sabían que todos les miraban y, particularmente los niños ni parpadeaban. Muchos era la primera vez que veían globos de tantos colores y a punto de elevarse sobre las montañas hasta pasear por el cielo azul. Lo que sí hicieron
los globos fue pedir aplausos y más aplausos ante la belleza de su actuación.
Surcaron el cielo y terminaron por alejarse como en otoño se mueve una hoja en el estanque: despacio, despacio. Teodoro y los otros niños después regresaron
a sus casas. Algunos, por la tarde, seguían con la mirada puesta en las nubes, por si cruzaba algún globo despistado. Fue sonado: muchos, hasta de mayores recordarían aquella suelta de globos.
En cambio en la escuela, casi sin enterarse de nada, permanecían las tizas. Ellas nunca pidieron aplausos, ni miradas, ni suspiros, ni esperaron el regreso de algún colegial que abrazara sus cuerpos blancos y ligeros. Ellas se regalaban todos los días. Gracias a su vida muchos aprendieron geografía, los ríos, la situación de las montañas y las cordilleras, cómo realizar las sumas, restas o divisiones y mil cosas más. Ellas sabían darse, regalarse, sin más. Cada día morían varias de ellas en el servicio, sin pedir nada. Sin pedir nada.
Teodoro recordará los globos, pero no a las tizas que le habían enseñado a hacer cuentas, palabras, frases, dibujos... Ahora me viene a la mente las palabras de la batuta cuando trataba de poner orden en la discusión del tren: "El que no vive para servir, no sirve para vivir".
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